Feliciano Trijueque era un samurái, a pesar de que los orígenes de casi toda su familia habría que ir a buscarlos a San Lorenzo de la Parrilla, una inercia, un cierto cansancio con forma de pueblo al que únicamente el sol sigue visitando con incomprensible regularidad. Ni que decir tiene que era un samurái distinto, sin épica, katana ni caballo; un guerrero cuya única posibilidad de abatir a cualquier enemigo sería de un feroz ataque de risa. A los diecinueve años, cansado de despertar cada día entre tanta nada, Feliciano Trijueque no se fue a Tokio, ni a Okinawa, ni a niguna de esas lágrimas que, según se dice, alguna diosa aquejada de tedio infinito transformó en lo que, para entendenos, llamaríamos Japón, no, Feliciano Trijuque se fue a Cuenca con la esperanza de que la vida lo esperaría en algún pisito con vistas de esa Nueva York castellana, minimalista y esencial.
Instalado en una habitación que compartía con un primo hermano que no era samurái pero que en casi todo lo demás era muy parecido a él, se sumergió en el vigoroso mercado laboral de Cuenca con una inquietud muy parecida a la ilusión. Como era de esperar, no aprendió ningún oficio ni realizó trabajo alguno que conllevara la más mínima dignidad, pero si que, en apenas unos meses, aprendió a estar triste sin conocer el motivo.
A su confusa manera, muy pronto se percató de que en Cuenca no solo colgaban las casas sobre el río Huécar, sino que tambien lo hacían las horas, las sombras, las esquinas y casi todas las esperanzas. Cuando las interminables jornadas dedicadas a esa mierda revestida de destino llamada trabajo se lo permitían, se acercaba a la ciudad encantada para pasear un rato, él y sus cada vez más vagas ensoñaciones, entre las rocas que a la naturaleza, a falta de otra cosa mejor que hacer, le había dado por moldear. Era evidente que los dioses y sus secuaces -el sol, el aire y el agua- preferían entretener los siglos esculpiendo algo parecido a un perro en una piedra que prestando a Feliciano la más mínima atención.
Con los restos de todo ese abandono, con los materiales de todo ese desconcierto, quiso el destino crearle una obsesión. La Torre Mangana, también conocida como Torre de las Horas, y un reportaje en la televisión sobre la historia de los samuráis, fueron los curiosos elementos que ese ineludible azar reunió.
Podía haber sido un amanecer como cualquiera de los que Cuenca permitía, pero Feliciano Trijueque no lo quiso. Su primo dormía en el camastro del lado, pero a decir verdad en el piso ya no había nada ni nadie con él a excepción de su firme determinación. Se vestió muy despacio, otorgando a los calzoncillos, los calcetines agujereados, la camiseta negra con el lema Cuenca existe y los tejanos, la misma dignidad y atención que son necesarios para colocarse la armadura tradicional. A falta de kabuto, utilizó el casco de segunda mano que compró en el mercadillo de los jueves a un marroquí que sabía sonreír; por lo que a la imprescindible katana se refiere, tuvo que conformarse con un cuchillo jamonero que les toco en la tómbola de la última fiesta mayor.
En ese estado de valor, soledad y virtud que solo los guerreros samuráis conocen, bajó las escaleras de los seis pisos sin ascensor para ir en busca de lo que tenía que haber sido un caballo y fue una scooter de 75 cc. El enemigo, arrogante y muy quieto, lo esperaba algunas calles más arriba. Feliciano Trijueque quiso, antes de lanzarse a una batalla que hasta los primeros gorriones de la mañana sabían de antemano perdida, dejar que el aire fresco le diera por unos momentos la razón. Se bajó la visera del casco, sacó del cinturón que le sostenía los tejanos a sus magras carnes el cuchillo jamonero, aceleró al máximo la sufrida cabalgadura y cargó furioso contra el poderoso ejército de las horas comandadas por su sanguinario y cruel general, el tiempo.
Ni que decir tiene que la Torre ni se inmutó y que del envite apenas le quedaron la sorpresa y algunos leves rasguños. Feliciano no murió en el acto, sino en la ambulancia que lo trasladó a lo que queda del Hospital Comarcal después de los recortes. Según lo que comentó a sus compañeros de urgencias la doctora que lo atendió, un poco antes de que Feliciano abandonara ese amago de vida por el que transcurrieron sus días le mostró el cuchillo jamonero que incomprensiblemente aún llevaba agarrado con su mano derecha y alzando un poco los ojos hasta hacerlos coincidir con los de ella le pidió, con un hilillo de voz, que si sería tan amable, cuando estuviera definitivamente muerto, de cortarle la cabeza.