Habitaba en las palabras, pongamos que compartía con ellas una pieza de techos altos donde una muchedumbre de libros le consentían el espacio para tumbarse y fumar. El sol, que sabía donde buscarlo, leía con él hasta cansarse, y el silencio sin tal vez, desnudo, de la noche también. Cuando le daba por dudar de si estaba vivo o era solo un cuento escrito sin ganas por un don nadie, molesto por el tedio de una tarde interminable, tiraba de cuchillo. Era entonces cuando usaba el espejo para aseguarse que era él y no otro el que se había puesto el saco cruzado, del que salía a un lado el bultito del puñal. Luego, por costumbre y porque sí, salía a las esquinas en busca de unos ojos que cometieran el definitivo error de sostenerle la mirada. Artesano del golpe, casi sin ganas, buscaba la riña, el insulto y el ingrato regalo de la herida, solo para saberse hombre y poder andar despacio. En los boliches que se hacían olvido entre bravatas y guitarras, los más ignorantes sabían que las mujeres le temían y que justo por eso, y por su forma de estar cuando ya no estaba, todas lo buscaban; que ninguna vejez le esperaba era algo de lo que tampoco nadie se hubiese atrevido a dudar.
No muy lejos de esa hombría triste, de ese alboroto, confundiéndose entre la cosas de las sombras que comparten con él la pieza de techos altos donde los libros le permiten estarse, haciendo de cada movimiento una frase de pulcra levedad, ciego solo por eludir las molestias de tener que leer el mismo libro que los demás, J.L.Borges se sabe ficción, cuentito apenas, no más. Apoyado en su bastón se ha ido haciendo texto al tiempo que abandonaba al pendenciero de saco y cuchillo a la matraca de una breve y precisa realidad. Solo por si acaso no se apresuren a desmentirlo, no caigan en el error de la mentira y la verdad, y ándense con cuidado en las esquinas, no vaya a ser que sin querer le sostengan la mirada a un hombre y de un golpe la noche les quite toda la razón y se les ponga última y distinta.